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Crossroads [Priv.]
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Crossroads [Priv.]
Aquella tormenta no parecía querer arreciar. El furioso viento doblaba la copa de los árboles como si fueran de papel, arremolinando las hojas y el agua de lluvia que seguía cayendo como dagas de acero afilado. Lo único que se oía a lo lejos era el crujir de la madera de los troncos mas gruesos, el repiqueteo del agua cayendo en cascada desde algún muro y sus propios pasos hundiéndose en el fango. No tenía noción de la hora, aunque por la oscuridad supuso que aún no había amanecido.
¿Como había llegado a aquella situación? Recordaba claramente como, horas atrás, su hermano Yonekuni y él habían ocupado una de las habitaciones mas amplias de la casa de baños termales que había a las faldas de aquella montaña. También como este se había escaqueado a las termas y había vuelto, horas después, con una expresión meditativa y seria. En aquel tiempo se había tomado la libertad de vagar por el bosque que rodeaba la casa; y había tenido suerte topándose con alguien con quien “divertirse” durante su estancia allí, pasando luego a pensamientos mas profundos como el “quiero llevármelo a casa y hacerlo mio”. Por desgracia, y tras un encuentro forzado de roces y amenazas frías no había tenido suerte con aquello de retenerlo para si, cayendo de lleno en una persecución por aquel oscuro bosque en medio de una borrasca que ya había sido anunciada por la gerente y las empleadas de la casa.
Una punzada en la cabeza le hizo apretar los dientes, mientras el recuerdo de lo acontecido surcaba su mente por tercera vez en aquella hora y media de camino sin rumbo.
Había mirado, confuso, hacia arriba al escuchar el fuerte crujir de la madera. Uno de los tallos de algún pequeño árbol se había desprendido del suelo, volado por los aires y encajado precariamente entre las ramas de otro mas grande. Junto a la ventolera y el furioso baño de agua, incluso estas comenzaban a ceder, partiéndose por la mitad y cayendo como la tajante hoja de una guillotina. Kunimasa se vio a si mismo gritar el nombre del mas pequeño antes de ir en su auxilio. Si bien no sabía como había logrado llegar hasta él tan rápido si que pudo sentir como su endeble figura y su poco peso se pegaba a su pecho. Le rodeó con el brazo, dándole un empujón con su propio cuerpo hacia delante. Tras su espalda cayeron los pesados restos de madera, haciendo vibrar el suelo, salpicando barro y haciéndole resbalar hacia delante. El mayor se vio dando una vuelta completa en el suelo antes de notar como su peso caía hacia abajo: habían llegado a un saliente.
-¡Mierda! -aferró el cuerpo ajeno mientras asía el húmedo y resbaladizo borde, balanceándose en el vacío unos interminables segundos antes de que la tierra terminase de desprenderse. Kunimasa apretó los dientes, hizo una mueca y cayó hacia abajo, notando demasiado rápido la llegada al fondo de aquel supuesto barranco. Las lluvias de todos los años habían provocado salientes, o “huecos” a lo largo de la montaña, y se habían topado con uno. Tras una empinada cuesta los elevados cachos de tierra formaban semicuevas, similares a cáscaras rotas de huevos. No eran tan profundas como para considerarse un “refugio”, pero al menos tendrían techo donde poder pararse a pensar que es lo que harían. Tenía al menor encima mientras el agua caía y le helaba le pies a cabeza.
Había hecho un intento de incorporarse, maldiciendo a su hermano y a sus malditas vacaciones, pero aquel momento de quietud no había durado demasiado. Al parecer el miedo que aún sentía la pantera por él era demasiado grande, y como regalo de despedida le había dejado un bonito zarpazo en plena mejilla y una desagradable sensación de abandono. Después de todo no eran muchos a los que él consideraba “aceptables” para su descendencia...
No llevaba el reloj encima, pero dedujo que no tardaría en amanecer. Se había levantado a mitad de la madrugada para seguir a aquel revoltoso gato y el tiempo a partir de aquel instante le había parecido larguísimo. Chasqueó la lengua al abrir los ojos, poniendo fin al descanso contra un grueso roble que le había llevado a rememorar por qué estaba en mitad de la nada. La lluvia plomiza caía ahora suavemente y el viento helado era una brisa que le hacía tiritar. Parecía estar en medio del ojo de aquel huracán, y notaba como le escocía la herida de la mejilla. Sin embargo volvió a retomar el camino, intentando entrar en calor, pisando las gruesas raíces que sobresalían del suelo hasta llegar a otro camino de tierra ascendente. Cogiendo carrerilla y balanceándose para no volver a caer pudo divisar un pequeño lago a donde iba a parar toda el agua de lluvia acumulada. Era una pared llena de huecos, simulando cuevas, y con un innegable y peculiar olor a algo que no era tierra mojada. De una larga y firme rama que se suspendía sobre este y el borde emergían frutos de un color rojizo.
-Menudo sitio de cuento... -murmuró con voz ronca, mirando al cielo despejado. Un suave tono azulado y naranja comenzaba, tenuemente, a emerger desde alguna parte, haciéndole posible el tener una mejor visión de donde pisaba. Tenía la ropa empapada, el corto flequillo pegado a la frente y un fino hilo de sangre aún emanando del zarpazo en la cara.
Soltando un suspiro trotó hacia el lago, hincando una rodilla (después de mirar a su alrededor) en el suelo para poder lavarse las manos, peinarse el pelo hacia atrás y limpiar la herida. Viendo su silueta en el agua se quitó la camisa, escurriéndola mientras un escalofrío agitaba todo su alto cuerpo.
Como no volviese a la posada se moriría de frío.
¿Como había llegado a aquella situación? Recordaba claramente como, horas atrás, su hermano Yonekuni y él habían ocupado una de las habitaciones mas amplias de la casa de baños termales que había a las faldas de aquella montaña. También como este se había escaqueado a las termas y había vuelto, horas después, con una expresión meditativa y seria. En aquel tiempo se había tomado la libertad de vagar por el bosque que rodeaba la casa; y había tenido suerte topándose con alguien con quien “divertirse” durante su estancia allí, pasando luego a pensamientos mas profundos como el “quiero llevármelo a casa y hacerlo mio”. Por desgracia, y tras un encuentro forzado de roces y amenazas frías no había tenido suerte con aquello de retenerlo para si, cayendo de lleno en una persecución por aquel oscuro bosque en medio de una borrasca que ya había sido anunciada por la gerente y las empleadas de la casa.
Una punzada en la cabeza le hizo apretar los dientes, mientras el recuerdo de lo acontecido surcaba su mente por tercera vez en aquella hora y media de camino sin rumbo.
Había mirado, confuso, hacia arriba al escuchar el fuerte crujir de la madera. Uno de los tallos de algún pequeño árbol se había desprendido del suelo, volado por los aires y encajado precariamente entre las ramas de otro mas grande. Junto a la ventolera y el furioso baño de agua, incluso estas comenzaban a ceder, partiéndose por la mitad y cayendo como la tajante hoja de una guillotina. Kunimasa se vio a si mismo gritar el nombre del mas pequeño antes de ir en su auxilio. Si bien no sabía como había logrado llegar hasta él tan rápido si que pudo sentir como su endeble figura y su poco peso se pegaba a su pecho. Le rodeó con el brazo, dándole un empujón con su propio cuerpo hacia delante. Tras su espalda cayeron los pesados restos de madera, haciendo vibrar el suelo, salpicando barro y haciéndole resbalar hacia delante. El mayor se vio dando una vuelta completa en el suelo antes de notar como su peso caía hacia abajo: habían llegado a un saliente.
-¡Mierda! -aferró el cuerpo ajeno mientras asía el húmedo y resbaladizo borde, balanceándose en el vacío unos interminables segundos antes de que la tierra terminase de desprenderse. Kunimasa apretó los dientes, hizo una mueca y cayó hacia abajo, notando demasiado rápido la llegada al fondo de aquel supuesto barranco. Las lluvias de todos los años habían provocado salientes, o “huecos” a lo largo de la montaña, y se habían topado con uno. Tras una empinada cuesta los elevados cachos de tierra formaban semicuevas, similares a cáscaras rotas de huevos. No eran tan profundas como para considerarse un “refugio”, pero al menos tendrían techo donde poder pararse a pensar que es lo que harían. Tenía al menor encima mientras el agua caía y le helaba le pies a cabeza.
Había hecho un intento de incorporarse, maldiciendo a su hermano y a sus malditas vacaciones, pero aquel momento de quietud no había durado demasiado. Al parecer el miedo que aún sentía la pantera por él era demasiado grande, y como regalo de despedida le había dejado un bonito zarpazo en plena mejilla y una desagradable sensación de abandono. Después de todo no eran muchos a los que él consideraba “aceptables” para su descendencia...
No llevaba el reloj encima, pero dedujo que no tardaría en amanecer. Se había levantado a mitad de la madrugada para seguir a aquel revoltoso gato y el tiempo a partir de aquel instante le había parecido larguísimo. Chasqueó la lengua al abrir los ojos, poniendo fin al descanso contra un grueso roble que le había llevado a rememorar por qué estaba en mitad de la nada. La lluvia plomiza caía ahora suavemente y el viento helado era una brisa que le hacía tiritar. Parecía estar en medio del ojo de aquel huracán, y notaba como le escocía la herida de la mejilla. Sin embargo volvió a retomar el camino, intentando entrar en calor, pisando las gruesas raíces que sobresalían del suelo hasta llegar a otro camino de tierra ascendente. Cogiendo carrerilla y balanceándose para no volver a caer pudo divisar un pequeño lago a donde iba a parar toda el agua de lluvia acumulada. Era una pared llena de huecos, simulando cuevas, y con un innegable y peculiar olor a algo que no era tierra mojada. De una larga y firme rama que se suspendía sobre este y el borde emergían frutos de un color rojizo.
-Menudo sitio de cuento... -murmuró con voz ronca, mirando al cielo despejado. Un suave tono azulado y naranja comenzaba, tenuemente, a emerger desde alguna parte, haciéndole posible el tener una mejor visión de donde pisaba. Tenía la ropa empapada, el corto flequillo pegado a la frente y un fino hilo de sangre aún emanando del zarpazo en la cara.
Soltando un suspiro trotó hacia el lago, hincando una rodilla (después de mirar a su alrededor) en el suelo para poder lavarse las manos, peinarse el pelo hacia atrás y limpiar la herida. Viendo su silueta en el agua se quitó la camisa, escurriéndola mientras un escalofrío agitaba todo su alto cuerpo.
Como no volviese a la posada se moriría de frío.
Invitado- Invitado
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